80 años después

Ciudadanos enarbolando la bandera republicana el 14 de abril de 1931
Ciudadanos enarbolando la bandera republicana el 14 de abril de 1931

Los noticiarios del momento no desmienten el recuerdo que de aquel martes 14 de abril de 1931 plasmaría treinta años después Vicente Aleixandre. En un texto escrito para el homenaje que la revista valenciana La caña gris tributó a Luis Cernuda en el otoño de 1962, el autor de Espadas como labios rememora la compañía del poeta sevillano por las calles abarrotadas del centro de Madrid y recuerda haberlo visto “gustoso en un movimiento humano exaltado: masa madrileña, la ciudad hervidora en un trance decisivo para el destino nacional”. “Pocas veces he visto a la ciudad”, añadía el futuro premio Nobel, “tan hermanada, tan unificada: la ciudad era una voz, una circulación y, afluyendo toda la sangre, un corazón mismo palpitador”. Los reportajes rodados aquel día reflejan ese entusiasmo colectivo. La esperanza de dejar atrás una España caduca, atrasada y sombría se expresaba con vítores, canciones, corros y un interminable enarbolar de banderas tricolores. En la capital, la muchedumbre tomaba las calles en dirección a la Puerta del Sol, en cuyo Ministerio de la Gobernación se proclamaría a las ocho de la tarde la II República. Sin resistencia, las fuerzas monárquicas abandonaban el poder y el rey marchaba hacia Cartagena rumbo al exilio.

La alegría popular de esa jornada fue un paréntesis entre los agitados años que la precedieron y los convulsos que la seguirían. La nueva experiencia republicana suponía algo más que un cambio de régimen. Para esa mayoría social urbana que había votado a la izquierda en los comicios municipales del día 12 constituía el paso necesario hacia una sociedad más libre, justa e igualitaria. El modo de acabar con el analfabetismo, la sumisión a los poderes eclesiásticos, el caciquismo, y de hacer de nuestro país un Estado democrático y socialmente avanzado. El nuevo gobierno tenía ante sí una ardua tarea reformadora que se abría en multitud de frentes: la modernización de las fuerzas armadas, la reforma agraria, la transformación de las relaciones sociolaborales, la resolución de las aspiraciones autonomistas, la secularización del Estado o la universalización de la enseñanza. Una tarea ímproba que encontraría desde el primer momento profundas resistencias en todos los frentes, y a la que no serían ajenas las enormes divergencias entre todos los sectores izquierdistas. La preocupación por erradicar el rampante analfabetismo y llevar la educación y la cultura a los sectores más desfavorecidos se plasmó desde el primer momento en una serie de actuaciones que tuvieron su momento de esplendor durante el bienio progresista. Es bueno recordar cómo se estableció un plan para crear miles de plazas escolares, se amplió en siete mil la plantilla de maestros estatales, a los que se aumentó el sueldo, se estableció la coeducación o se suprimió la obligatoriedad de la formación religiosa en los colegios. Un programa ambicioso y modernizador que al cabo de apenas cinco años comenzaría a arrasar en forma de fusilamientos, depuraciones, oprobio, cárcel o exilio la conjunción de un movimiento exterminador y un clero que nunca renuncia a sus eternos privilegios.

Las Misiones Pedagógicas

Entre esos dos momentos se pretendió extender como quizá nunca antes la ilusión que lleva al conocimiento, el ensanchamiento del mundo que se asocia a la cultura, el entusiasmo por el saber, que es también una búsqueda de la mejora individual y de la dignidad colectiva. Herederas del espíritu ilustrado de la Institución Libre de Enseñanza, las Misiones Pedagógicas se echaron a los caminos para visitar pueblos a los que no había llegado nunca un libro, ni un disco, ni la representación de una obra de teatro. Los voluntarios, universitarios, estudiantes, artistas, se llamaban Ramón Gaya, María Zambrano, José Val del Omar, Miguel Hernández, María Moliner, Rafael Dieste, Alejandro Casona, Luis Cernuda. Tal vez Calderón de la Barca, Lope de Rueda o Cervantes, como las reproducciones de cuadros de Velázquez o Goya del Museo del Prado, o las audiciones de Bach, Schubert o Mozart, fueran propuestas demasiado audaces cuando el hambre era aún una presencia sin desterrar. Aquel inspector asturiano de enseñanza primaria que se llamó Alejandro Rodríguez Álvarez también se lo preguntó alguna vez. Quizá esa semilla esparcida por aquellos jóvenes llegados de la ciudad con sus gramófonos, sus equipos de proyección y sus bibliotecas ambulantes dejara un recuerdo inolvidable en alguno de aquellos campesinos que miraban con asombro las imágenes que emergían de una sábana blanca, o de aquellas mujeres con pañolón a la cabeza que contemplaban las pinturas con sus hijos en brazos,  o de aquellos niños que tirados en el suelo tomaban apuntes de algún cuadro.

Todo aquel esfuerzo por llevar la cultura más allá de los reductos privilegiados, como también el acometido por La Barraca de García Lorca, Eduardo Ugarte, Luis Sáenz de la Calzada o Santiago Ontañón, no ha caído en el olvido. En las últimas décadas ha sido objeto de estudio y divulgación. Se han escrito libros, realizado documentales y organizado exposiciones que han llevado a muchos lugares el recuerdo de aquella tarea tan generosa. Y también se han filmado películas que nos han refrescado lo mismo los buenos propósitos de tantos maestros e intelectuales comprometidos, como la represión que casi todos ellos sufrieron cuando el sueño esperanzador que un día de 1931 se desparramó por las calles de Madrid se deshizo en un océano de sangre, desolación y odio. El próximo 14 de abril se conmemora el 80º aniversario de aquel día ilusionante. No hay que colocar aquellos años en la peana intocable de los mitos, ni olvidar las dificultades, los problemas y los errores cometidos, pero sí conviene rememorar la buena voluntad que animó el corazón de tantos maestros, escritores, pintores, músicos que dejaron en aquel empeño cultural lo mejor de sus vidas, y aun su propia vida.

Publicado en Escuela nº 3.901  (7 abril 2011)