Café des exilés

 Han sido, los cafés, un espacio privilegiado para el encuentro y la conversación, el intercambio de información y el contraste de opiniones. Un lugar donde dejar que fluya la charla amable o la tertulia inteligente. “Su vitalidad”, ha puesto de relieve el historiador del arte Antonio Bonet Correa, “ha sido siempre la de un lugar de comunicación, a mitad entre lo privado y lo público, de comunicación de espacios y comunicación de personas, que por igual es un paraíso artificial de meditación y soledad, de cita íntima, de tertulia y tribuna libre de un grupo”. Luis Carandell, por su parte, se atrevió a proclamar que no se había inventado un mejor lugar de encuentro. Para el fallecido periodista catalán, entrar en uno de ellos “al caer la tarde de un día de invierno, colgar el abrigo en el perchero, tomar una mesa o sentarse en la que ocupó la persona con la que hemos quedado, proporciona una de las más placenteras sensaciones de la vida urbana”.

Desde que se abriera en Oxford en 1650 el primer café de Europa, y al término del siglo XVIII adoptaran el modelo las ciudades españolas, siguiendo los pasos de otras como Marsella, Venecia, Londres o Viena, el café ha sido un elemento central de la vida social, en donde, como añade el veterano historiador del arte, lo mismo transcurren lentas las aguas de lo cotidiano que se desbordan las riadas históricas. La discusión política y la agitación social han compartido a menudo espacio con las ansias creadoras o la ambición artística. No ha faltado el tiempo en el que las conspiraciones nacían en torno a un velador y Galdós podía decir que cuando se desocupaban los cafés se llenaban los presidios. El liberalismo español del siglo XIX, los escritores románticos o los pintores impresionistas no se explicarían, según el director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, sin la existencia de estos establecimientos. Tampoco movimientos literarios o revoluciones estéticas como el modernismo o las vanguardias artísticas.

Algunos cafés han logrado sobrevivir al tiempo, las modas y los intereses, han adquirido la condición de históricos y se han convertido en puntos de referencia para clientes y turistas de varios siglos. La adaptación a nuevas necesidades sociales, las exigencias del mercado y la especulación inmobiliaria han acabado con otros muchos. Sus nombres resurgen en los libros que rastrean su historia, y también en los que hablan de parroquianos ilustres para los que acudir al café a media mañana o en las interminables tardes de antaño era una tarea inaplazable. Hay nombres inscritos  en la historia y en la literatura. La Fontana de Oro, La Granja del Henar, Pombo, La Montaña, el Varela, el Café Gijón, el Teide o el Comercial, por señalar unos pocos solo de Madrid. En algunos una placa recuerda que aquel fue lugar de reunión de insignes literatos como Valle-Inclán o de escritores sumidos en el olvido como Emilio Carrere.

Templos antiguos

De muchos de esos recintos míticos a los que tanto debe la literatura de los dos últimos siglos apenas queda otro recuerdo que el que el estudioso deja prendido como una mariposa asaeteada en las páginas de alguna biografía egregia. En La Manía, la decimoquinta entrega de esa novela en marcha que constituye su Salón de pasos perdidos, Andrés Trapiello habla de soslayo de que el Café Anselmo se llamó antes Teide y de cómo este ocupó el espacio del Café de las Salesas, “donde se reunía [Antonio] Machado en su tertulia con los actores viejos”. “Los cafés”, concluye el autor, “acaban siendo como los templos antiguos que van superponiéndose y asentándose en las ruinas del anterior”.

Hay que buscar en los libros la memoria de esos cafés, pero también en la pintura y en la fotografía. En el Café de las Salesas, que Ian Gibson localiza en el entonces número 8 de la madrileña calle de Bárbara de Braganza, Alfonso tomó a finales de 1933 una célebre fotografía de Antonio Machado. En otro de sus diarios, Troppo Vero, Trapiello relata el hallazgo en un batiburrillo de imágenes y postales de una copia realizada quizá en los años 40. Dice de ese retrato que es el más hermoso y complejo que se conoce del poeta sevillano. “Es todo un tratado de la pobre vida española de entonces, de la gente que se pasaba la tarde en el café porque no tenía mejor sitio donde ir y en sus propias casas hacía frío. Es también”, sentencia, “uno de los grandes retratos de la fotografía española”. La profesionalidad de Alfonso Sánchez García otorgó al autor de Juan de Mairena un sitio privilegiado en la iconografía literaria del siglo XX. Pero esa imagen guarda un secreto. La fotografía que conocemos es solo un fragmento del negativo original. De la toma apaisada se seleccionó al poeta, con el que se construyó una imagen vertical. La periodista Rosario del Olmo, situada a la izquierda de Machado, que había acudido un día postrero de 1933 a recabar la opinión del poeta para el periódico La Libertad, quedó excluida de la posteridad. Estar en el lugar adecuado y en el momento preciso a veces no sirve de mucho.

Poeta camuflado

Solo en Madrid y hasta 1991, Lorenzo Díaz recopila cerca dos centenares de cafés en su estudio sobre las tabernas, botillerías y cafés madrileños. Algunos de los que todavía existían en esa fecha en la capital de España, y lo mismo sucederá en otras ciudades, pequeñas o grandes, son hoy pasto de la memoria. De vez en cuando reaparecen en novelas que recrean una época. Es el caso del Café Lyon, resucitado en la reciente novela de Elvira Lindo, Lo que me queda por vivir, ambientada en el Madrid de los años 80.

Poner nombre a un café, como a otras cosas, tiene algo de ejercicio poético, de tarea fundacional, de declaración de intenciones. Uno que me gusta mucho, y que no sé si existió alguna vez o quizá exista aún en algún lugar, ha venido a mí desde la literatura, a través de varias escalas en el tiempo y en géneros distintos. ‘Café des exilés’ es el título de un cuento del escritor estadounidense George Washington Cable incluido en su libro Old creole days. Para mí, sin embargo, es el de un libro de poemas de Juan Manuel Bonet. En un volumen de homenaje a su amigo Trapiello, este otro Bonet refiere que su segundo poemario fue “revestido de un traje que ya le había servido al irlandés Padraic Colum, y que Trapiello encontró en una librería de viejo de Nueva York”.

Sea como fuere, ese rótulo, Café des exilés, es nostalgia y melancolía, añoranza y dolor, expatriación y destierro, rabia y soledad, pero quizá también encuentro y esperanza. Y quién no ha participado alguna vez de esos sentimientos y se ha sentido exiliado. El título de Bonet -a quien según el crítico de arte Enrique Andrés Ruiz le favorece mucho ser un poeta camuflado, “camuflado en la máscara del director de museos, del crítico de arte prestigioso, del hilador en la madeja de los nombres vanguardistas” –es también para mí el recuerdo incómodo de un libro que una vez estuvo en mis manos en una librería en desguace y que no hice mío. Se publicó en la editorial La Veleta con una imagen de Miquel Barceló.

Además de camuflado, Juan Manuel Bonet es un poeta casi clandestino, algo de lo que él también se ha dolido en alguna ocasión. Sus libros de poesía se insertan en catálogos de editoriales que parecen repeler las tiradas de más de tres números, y aun las de dos, y pronto se convierten en botín de codiciosos coleccionistas de rarezas literarias. Aunque ni Abelardo Linares, el hombre del millón de libros, lo tenga a la venta en su renacentista tienda virtual, y sea un esfuerzo inútil el buscar el nombre de Juan Manuel Bonet en los estantes de poesía de las librerías, uno no pierde la esperanza de que el azar alguna vez vuelva a poner en sus manos Café des exilés. Sería como recuperar una vieja amistad al cabo de muchas décadas. Como un encuentro inesperado y feliz en torno a una mesa de café.

Publicado en Escuela, nº 3.874 (9 septiembre 2010)

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